El Día de Australia, represor del pueblo aborigen, Invasion Day para los disidentes, se convierte en el día de Jannik Sinner. Con dos derechazos, un cruzado y un paralelo, el italiano de 22 años torpedea definitivamente un reino, el de un Novak Djokovic desconocido y desbordado que cede en las semifinales: 6-1, 6-2, 6-7(6) y 6-3, en 3h 22m. Pierde el serbio en Melbourne seis años después, 2.195 días. Se inclina Nole ante el joven fenómeno que viene llamando con fuerza a la puerta y que le ha superado en tres de las cuatro últimas veces que se han enfrentado. ¿Qué tiene ese juego que le hace tanto daño al gigante? “No lo sé”, responde el vencedor a Jim Courier sin perder el temple de siempre, contenido, consciente de que le queda un último paso ante Daniil Medvedev o Alexander Zverev, citados en la otra semifinal (9.30, Eurosport). “Tenemos un estilo similar, así que intento restarle lo mejor posible y moverle, meter bolas dentro. Pero no voy a decirte cuál es la táctica…”, bromea el pelirrojo, primer jugador italiano, hombre o mujer, que accede a la final del Open de Australia. Lo hace Sinner a lo grande.
La mujer y el hombre devoran la ración de calamares en la grada, ni uno dejan en el canasto, del mismo modo que Sinner está zampándose a Djokovic en el primer parcial. Ni las migas deja el italiano en esa primera franja del partido. Es un atropello en toda regla. En realidad, el serbio sabe perfectamente por dónde pueden ir los tiros, porque el rival ya ofreció pistas en Turín (Copa de Maestros) y también en Málaga (Copa Davis), allá por noviembre, cuando le rindió dos veces. No era un farol. Llega la ola mecánica de Sinner y el tenis celebra: él y Alcaraz, atractivo dúo para un próspero futuro. La vida sigue. Nole padece de inmediato. Las pedradas del tirolés le conducen todo el rato hacia circunstancias y posiciones incómodas, y no encuentra refugio alguno ante el alud que coge forma desde los primeros intercambios. Presión, presión, presión. Un martirio. Azotes por todos lados. Tac, tac, tac, suena el cordaje. Suda la gota gorda el balcánico, el grito al efectuar el esfuerzo es revelador y sus tiros desafinan. No lo ve, tampoco lo siente.
La mujer y el hombre de los calamares siguen chupeteándose los dedos y el olorcillo a kétchup (sí, kétchup, esto es Austalia) va expandiéndose por la fila 9 mientras Sinner continúa a la carga, de proyectil en proyectil, exigiendo y desfigurando al coloso. Asiste con el traje de pistolero. Arma la derecha y el revés en un santiamén y percute una y otra vez, con ese semblante tan frío y tan neutro —parece un treintañero curtido en mil batallas—, como si lo que está pasando ahí abajo es algo que tuviera que suceder necesariamente. El mañana, decíamos, se ha convertido ya en el hoy; el tenis rediseña el paisaje y los viejos elementos van desapareciendo de la foto. Ahora bien, no conviene enterrar a Djokovic, porque hacerlo sería poco menos que una osadía. Cae en esta extraña tarde de Melbourne, pero volverá. No lo duden. Tiene varias vidas extra, ya se sabe. Sucede que esta vez no se reconoce y el adversario no desiste con el cañón, y que además repele extraordinariamente en las defensas gracias a esos apoyos que viene trabajando. El plan físico, clave en la significativa ascensión de los últimos meses.
Se sospecha desde hace tiempo que Sinner pinta a uno de esos jugadores llamados a dejar huella, uno de esos talentos que apuntan a convertirse en una de esas máquinas cercanas a la perfección. Una suerte de Djokovic 2.0, pero antagónico en la puesta en escena. Su tenis es silencioso y a la vez violento, combina la delicadeza con esos petardazos que resuenan al golpear, y el ritmo de bola que impone cuando está inspirado es infernal. Es un diésel con dinamita. Se le resistía el último golpe de riñón, cruzar la línea, pero ya está aquí, con esos 22 años tan bien madurados, esa responsabilidad, ese compromiso y buen hacer propio de un veterano; ni una palabra más alta que otra; una ética diaria y una determinación a prueba de bombas. Quiere y se supera. Allá que va. Su ofensiva destiñe por completo a Nole durante más de una hora, por instantes desconocido, 15 errores no forzados en la primera manga y 14 en la segunda. Noticia la doble cifra. Lo más llamativo, lo errático del revés y la rebeldía tardía. Djokovic no está.
No hay alaridos esta vez, no se enzarza con el público. Aunque no falta algo de fuego: un raquetazo a un micro, una frase al árbitro: “¿Vas a decir algo o te vas a quedar ahí sentado y callado? ¿Quieres una taza de té?”. Pero en términos de juego, el rastro del guerrillero que se enciende con facilidad es mínimo. No puede. Chirría la respuesta. Todo lo abrasa Sinner. Ni los serbios ruidosos que tradicionalmente le arropan en Melbourne se rebelan, resignados esta vez, banderas a media asta. No les gusta nada lo que ven. Su chico a remolque, padeciendo y retorciéndose; ninguna tara en la firme propuesta del italiano, decidido este pese al pequeño lapsus del tercer set; ofreciendo todo un recital al resto frente a, precisamente, el gran maestro de la réplica. Ni un punto de rotura se granjea. Recibe un indulto en el tie break del tercero, bola de partido desperdiciada, pero de nada sirve la recompensa, mero crédito pasajero. En la recta final se diluye. Este no es Djokovic, inánime, sin fe. Su software echa humo, hiperventila el sistema. Y aquí está Sinner, el fantástico pelirrojo, una fabulosa noticia para el presente y profundamente convencido: es su hora, es el momento. Cada vez más afianzado, reclama ya con fuerza el primer plano.
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